Texto del doctor Carlos Reyero (UAM) extraído del volumen Historia del Arte 4: El mundo contemporáneo (1997) dirigido por Juan Antonio Ramírez (UAM)
LA EXALTACIÓN DEL ESPÍRITU ROMÁNTICO
A ninguno de los escultores neoclásicos, como Thorldvansen o Canova, se les puede negar su conexión con el movimiento romántico, pero la asimilación del mismo apenas sirvió para construir un nuevo lenguaje formal alejado de las antiguas formas clásicas. Es cierto que el Romanticismo no fue un estilo que viniera a sustituir ni inmediatamente ni por completo una estructura académica cada vez más fortalecida, menos aún en el caso de la escultura, por tantos motivos sujeta a gustos institucionales. Sin embargo, algunos escultores coetáneos de los anteriores dieron a su producción –al menos eventualmente—una interpretación plástica en la que se apunta una cierta ruptura con los antiguos moldes, más acorde, en definitiva, con los objetivos más renovadores del movimiento romántico.
El arrebato de los franceses
Las experiencias escultóricas del pintor Théodore Géricault (1791-1824) –unos pocos grupos de pequeño tamaño—permanecen como los primeros intentos (aunque aislados, desde luego, por la muerte del artista y por lo alejados que quedaban de cuanto entonces se hacía) de extraer de la materia la expresión de un sentimiento apasionado y violento. El grupo de Ninfa y sátiro (1820), tallado directamente sobre piedra, es un anuncio del fecundo entusiasmo que habría de suscitar Miguel Ángel entre todos los grandes escultores del siglo: la figura femenina se inclina trágicamente resignada, mientras la inacabada masa del sátiro emerge como una sombra que alcanza un violento dramatismo.
Fue, sin embargo, François Rude (1784-1855) el llamado a desempeñar un papel verdaderamente importante en la renovación escultórica, gracias al eco público que alcanzaron sus trabajos. Enfervorizado partidario de Napoleón –al que mucho más tarde representaría, despertando a la inmortalidad, en una romántica recreación exhibida en el Salón de 1846–, había permanecido exiliado en Bruselas antes de darse a conocer en los salones parisinos con obras como el Pescador napolitano (1831-33) que, sin ser trascendentales, revelan ya el dominio de efectos plásticos procedentes de la tradición renacentista francesa e italiana, a la vez que apuntan un cierto naturalismo, aunque no por ello carecen de solidez formal. Su obra maestra es La partida de los voluntarios en 1792, relieve conocido popularmente como La Marsellesa (1833-36) donde los recursos barrocos del pasado se han convertido finalmente, como en la pintura de Delacroix, en una experiencia vital y no imitativa, que se pone al servicio de una sincera creatividad. Sus obras nunca perdieron ese impulso de autenticidad que parece emerger de lo más profundo de su condición física, incluso en obras de madurez al servicio de los poderes públicos, como el Monumento al mariscal Ney (1853).
En los salones de la época de Luis Felipe se dieron a conocer también los otros escultores que, como Rude, se interesaron por expresar fuerzas desatadas e incontrolables que parecen llegar a conmover los sólidos límites del objeto escultórico. La desigual lucha entre animales –metáfora que por sus posibilidades de abstracción fascinó a todos los románticos, a quienes evocaba la más cruenta figuración de irracionalidad—fie el tema preferido de inspiración para Antoine-Louis Barye (1796-1875), ejemplo de cuya obra es su Tigre devorando un ciervo (1834). Más que fruto de una observación naturalista –en realidad, la naturaleza está bastante transfigurada–, las esculturas de Barye alcanzan una gran tensión dramática gracias al vigor de las masas y los efectos del claroscuro, de modo que hasta la silueta y el vacío que deja la ocupación de los espacios contribuyen a subrayar su fuerte expresividad. Esta vinculación esencial entre la concepción formal y el objetivo mental del artista es lo que otorga singularidad a la obra, que aprenas tiene que ver con el análisis puramente zoológico del hecho.
Temas de carácter humano, religioso o literario fueron los preferidos de Auguste Préault (1809-1879), cuya fortuna pública, sin embargo, no alcanzó la de los anteriores: “Yo no soy para lo finito, yo soy para lo infinito”, exclamó en uno de los más expresivos testimonios de frustrado anhelo romántico. En su obra exploró las posibilidades de transformación que se pueden sugerir en la materia al representar las convulsas emociones de seres que sufren una circunstancia excepcional o extrema. En su trabajo más ambicioso, la Matanza (1833-34), que presentó al Salón de 1834, alcanzó una profunda compenetración entre la terrible descripción física, caótica y dislocada, de unos seres comprimidos por el dolor en un espacio exiguo, y la emoción que los embarga, que llega a desbordar la superficie de manera agitada y tumultuosa.
El sentimentalismo de los británicos
Entre la abundante producción escultórica británica de la primera mitad del siglo pueden reconocerse con facilidad los modelados historicistas a los que básicamente estuvo sometida, por lo que, en conjunto, resulta más anodina. Pero esta sumisión no implicó la repetición de unos pocos prototipos antiguos exclusivamente, como muchas veces ocurrió en el academicismo continental, ni –lo que es más importante—impidió la exploración de un universo sentimental, tan vinculado a la idiosincrasia británica, que de algún modo, habría de servir de puente hacia el Realismo. Este interés hacia lo sentimental estaba favorecido por las necesidades funcionales que venía a cubrir la escultura al otro lado del Canal. Mientras en Francia los escultores esperaban el aplauso a sus experiencias entre el público de los salones, con el fin de recibir después encargos gubernamentales de envergadura, en el Reino Unido, en cambio, la escultura estaba restringida a un círculo más íntimo, de modo que los sentimientos privados tenían cabida antes que los grandes ideales públicos. El memorial fúnebre, al aire libre o en el interior de los templos, y el culto a la personalidad, a través de monumentos y retratos, motivó así una gran parte de la actividad escultórica en la isla.
A la generación más antigua pertenece Francis Chantrey (1781-1841), formado al margen de la cultura italiana, absolutamente mitificada en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, aunque, en realidad, parece más un escultor de inspiración neoclásica que no hubiese recibido la rigurosa preparación académica de otros coetáneos. Tal vez por ello, en el monumento funerario, la Tumba de David Pike Watts (1817-26) consiguió generar un ambiente, una puesta en escena de carácter casi naturalista, que conmueve nuestros sentimientos, de modo que los valores formales de la estatuaria clásica han desaparecido. Su rival, Mathew Cotes Wyatt (1777-1862), fue el autor de la Tumba de la quinta duquesa de Rutland (1828), cuya romántica espiritualidad se origina en una escenografía barroca con elementos medievales.
La expresión de sentimientos íntimos se agudizó en la escultura –lo mismo que en la pintura—de la época victoriana. Además de numerosos encargos conmemorativos, muchos escultores ejecutaron piezas cuyo asunto anecdótico –escenas infantiles– o literario –por ejemplo, el tan querido tema de Paolo y Francesca, que esculpió Alexander Munro (1825-1871)— implicaba la representación de emociones. Esta circunstancia convertía estas piezas en directas herederas de la poética romántica. Particular interés merece, en este contexto, Thomas Woolmer (1825-1892), no sólo por ser uno de los más importantes escultores de la época sino, sobre todo, porque fue uno de los miembros fundadores de la Hermandad Prerrafaelista. Aunque plásticamente una obra como Madre con su hijo (1856-57) o La plegaria del Señor no pueda compararse, en cuanto a su papel renovador, con las pinturas de Millais o Rossetti, obedece a un mismo talante regenerador.
El historicismo de los italianos
El historicismo fue, según se ha visto, una constante entre todos los escultores europeos de época romántica, ya fuera prerromano, medieval, renacentista o barroco. El cúmulo de tradiciones históricas que pesaban sobre los artistas italianos hicieron que éstos se mostrasen particularmente sensibles a la reutilización moderna de todo tipo de modelos escultóricos, con una variedad y arqueologismo aún mayor, si cabe, que el de sus colegas europeos. Al mismo tiempo, la complacida observación de un país donde hasta la circunstancia más trivial se admiraba como excepcional –Rude ya había representado un pescador napolitano y no de otro lugar—contribuyó, paradójicamente, antes que en ninguna otra parte, a una incipiente aparición de temas reales.
Al turinés Carlo Marochetti (1805-1867), formado en París y Roma, que adquiriría más tarde prestigio como escultor en Francia e Inglaterra, se debe el original Monumento al duque Emanuele Filiberto (1833). Junto a las habituales referencias formales antiguas –barrocas, en su mayor parte, a las que se debe su teatral efecto, acentuado por el impulsivo modo de enarbolar la espada—hay una cuidada reconstrucción histórica del personaje del siglo XVI, como si el escultor hubiese tratado de crear la ilusión de que la pieza perteneciese a una indeterminada época pasada. El otro gran escultor italiano de la primera mitad de siglo, el toscano Lorenzo Bartolini (1777-1850), es el autor de la Tumba de la condesa Zamoyska (1837-44). La efigie de esta aristócrata polaca exiliada aparece representada con absoluta precisión verista en su lecho de muerte, lejos de cualquier rasgo idealizado o espiritual. Es, por ello, un antecedente del verismo posterior, aunque el conjunto –y sobre todo el tondo con la Virgen en la parte superior, que imita modelos del Quatrocento—remite a una tipología renacentista de monumento fúnebre.
Reyero, Carlos (1997), “La escultura del siglo XIX”. En: Ramírez, Juan A, Historia del Arte 4: El mundo contemporáneo, Madrid: Alianza